Desde una humilde casa de palma en las sabanas de Arauca, Modesto sembró trabajo, palabra y se ganó el respeto.

Un hombre pobre de riquezas materiales, pero grande de espíritu, llamado Modesto, llanero nacido en las sabanas araucanas, fundó su hogar en unos terrenos que consiguió con mucho esfuerzo. Eso sí: tierras fértiles, cercanas al monte, donde la vegetación crece espesa y se prestan bien para cultivar.
Con su esposa, dos niños pequeños y un obrero fiel, paró la primera casa de palma. Allí echó raíces. Talo parte del terreno y sembró maíz, plátano, yuca, ahuyama y sandía. Con la ganancia de las primeras cosechas, comenzó a negociar becerros y mautes de un año o año y medio con los vecinos para revenderlos.
Se ganó fama de cumplido, serio y responsable. Nunca fallaba en los pagos y respetaba la palabra empeñada.
Esa misma fama lo llevó a recibir en su humilde casa a un hombre millonario del Meta, quien sin pedirle firma ni testigo, le entregó dinero por adelantado para que, en el menor tiempo posible, le consiguiera 500 toros de tres y cuatro años. En el llano era ley: la palabra valía más que un papel firmado.
Pero el destino es impredecible. En su regreso, el avión del empresario metense se accidentó y murió junto a los demás pasajeros. Su esposa nunca supo de aquel negocio; en esos tiempos, muchos hombres tomaban decisiones sin consultar a sus mujeres.
Modestico, como le decían con cariño, fue prudente. Esperó meses por alguna comunicación de la familia del difunto, pero jamás llegó. Y así, poco a poco, empezó a mover el dinero: compró lotes de toros, adquirió fundos en la región, y se volvió el hombre más próspero de su vereda.
Aun con dinero, Modesto seguía siendo el mismo: servicial, trabajador y con alma noble. Junto a su esposa y sus hijos, forjó un nombre que aún se recuerda con respeto.
¿Y qué pasó después?
¿Le cobró la vida aquella fortuna inesperada?
¿O fue su recompensa merecida?
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Con gusto, le contaremos lo que aún queda por decir.
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